Thursday, March 24, 2005

Objetivo: Birmania.

Manila, 25 de Marzo de 2005.

No. No me refiero al grupo musical de la llamada “movida madrileña”.

Pido prestado el título de la película que en 1945 dirigió Raoul Walsh.

Mi viaje a esas tierras tenía como misión dar a conocer mi “negocio” a algunas destacadas personalidades de una de las minorías religiosas allá existentes. No sería necesario saltar en paracaídas en mitad de la jungla, si bien, llegaría al país por vía aérea. Tampoco sería menester destruir ninguna estación de radar enemiga ni luchar por la propia supervivencia. Mis razones serían, a todas luces, amistosas.

El día 2 de marzo llegué a la capital del país.
Las seis de la tarde serían cuando el avión aterrizó en el aeropuerto, más bien aeródromo, internacional. Como están edificando una nueva terminal de pasajeros, la terminal existente estaba un poco destartalada pero no en malas condiciones.
Una vez aterrizado y “terminalizado”, tras pasar el control de inmigración, planté mis reales junto a la cinta dispensadora del equipaje. Como estaba armado de paciencia, la espera no se hizo larga hasta que la cinta se paró y mi maleta, la muy … tímida, no quiso hacer acto de presencia.
Mi cara cambió de expresión, tornándose de su habitual gesto de casi estulticia a una estúpida cara de simpático y distraído personaje. Tal fue el gesto que, sin hacer ademán alguno, dos personas se me acercaron y, adulterando con suma vileza la donosa lengua de D. Guillermo (el “Shakespeare” que todos pronuncian “Schopenhauer”) llegué a hacerles entender que mi maleta no había llegado.
Rellenamos un formulario, por aquello de la homologación ISO 9002, y me dijeron, haciendo honores a D. Mariano, “llame usted mañana”.
Así que con D. Guillermo y D. Mariano me acerqué al mostrador de la aduana para declarar que no tenía nada que declarar. Cumplimentado el requisito, sólo restaba salir de la terminal y buscar un taxi.
Franqueado el último dintel, aunque todavía dentro del edificio, una selva de manos llamando la atención me aguardaba; pensando que la marabunta me venía persiguiendo, giré sobre mí mismo y me percaté que yo era el único viajero en el lugar. Me paré por un momento y, retomando la situación, me compuse para afrontar, aunque evitando dar mucho pecho, la bravata del gigante que, cuajado de brazos amenazantes, me esperaba con fruición en la bocana.
Poniendo la proa arrumbada al mar abierto, en el fragor de la maniobra, comencé a escuchar, cuales voces de sirenas, una atractiva cantinela. Por entre la multitud de brazos alcancé a escuchar, con distintos tonos y timbres, “!Taxi¡, !taxi¡, !taxi¡”. La cantinela era entonada con admiración casi carismática.
En un abrir y cerrar de ojos, me ordené a mí mismo abortar la treta y una vez arriada toda la vela y liberada el ancla, aprovechando la escora de tan violenta maniobra, que me acercó al marasmo de extremidades, con amenazadora y, a la vez, sostenida voz inquirí: “¿Cuánto?”.
Una vez espetada la cuestión, siento que todo a mi alrededor cambia y la escena se torna en sala de subastas, donde yo cual subastador señalaba las pujas más bajas hasta que los postores mantuvieron, ternes, su oferta. En menos de un minuto, la tarifa del taxi a la ciudad pasó de 10 dólares a 5, de donde no se movió un ápice.
Terminada la licitación, tomé el taxi que primero dijo “5 dólares”.

Eran las siete y media y yo me encontraba surcando las calles de la ciudad rumbo al hotel previamente reservado. Hacia las ocho ya me encontraba en la habitación y dando cuenta de unos sándwiches de ensalada de pollo y de una botella de agua fría que no fresca. El refrigerio me entonó y me dispuse a preparar las cosas para el día siguiente.

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